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      Fiesta Real

      La goleada de 3-0 sobre Valencia le dio al Real Madrid su octava Copa de Campeones, el máximo trofeo europeo de clubes. De esta manera, el equipo de Fernando Redondo es el más ganador del continente. Y como aquel de los primeros éxitos con Alfredo Di Stéfano, dejó una marca profunda en la primera copa del 2000.

      Redacción Clarín

      La historia no se discute ni se quiebra ni se tuerce, pareció decir con toda autoridad el Real Madrid. La historia, al menos esta historia de la Liga de Campeones, no está hecha para nosotros, habrá maldecido el Valencia. La historia, al cabo, volvió a serle fiel a quien está más acostumbrado a codearse con ella. La historia dirá que el Real ganó su octavo título (sobre doce finales jugadas) en esta competencia, la de mayor jerarquía de Europa a nivel clubes. La historia dirá, también, que el Valencia se quedó con las ganas de hacer historia, justamente. La historia, ésta del repleto Stade de France, pareció tener un final cantado.

      Cuando Fernando Morientes, entrando solito por el segundo palo, selló de cabeza el primer gol del flamante campeón, allá por los 39 minutos de juego, el suspenso comenzó lentamente a evaporarse. El Real, liderado por un fenomenal Steve McManaman —jugó cuando su equipo todavía no mandaba en el terreno y jugó, claro, mucho más después, cuando las diferencias eran notorias—, ya era más que un Valencia apichonado, desordenado —especialmente del mediocampo hacia atrás—, al que no se le caía una sola idea y que sólo inquietaba al arquerito Casillas (19 años) con algún tiro de media o larga distancia, de Mendieta, del Kily González o del Piojo López. El equipo vestido de negro empezaba a inclinar la balanza y había cosechado las mejores y más contundentes llegadas hasta los tres palos rivales.

      El gol de Morientes fue un ejemplo del flan que era la defensa del Valencia. Porque todo nació en un lejano tiro libre de Roberto Carlos que rebotó en una pierna adversaria, y siguió cuando Anelka primero y Michel Salgado después ganaron —en la mismísima área del Valencia— dos pelotas que parecían perdidas. El centro del lateral del Real, cayéndose y con zurda, cayó en la cabeza del goleador. Su marcador (Djukic) ni se dio por enterado. Y Cañizares reaccionó cuando la pelota ya estaba envuelta en la red.

      El famoso miedo escénico que podía sorprender al Valencia, y del que hablábamos en el anuncio del partido, volvió a la mente de todos aquellos que veían a un equipo desconocido. Sin creación, sin potencia, sin personalidad, sin actitud. Y con errores más que groseros, de esos que se suelen atribuir a desequilibrios anímicos más que a cuestiones técnicas o tácticas. ¿Cuánto duró el envión del Valencia? Cinco minutos, apenas, los primeros. Ese lapso en el cual el cuadro de Héctor Cúper asumió el rol de actor estelar, hizo pensar en un desarrollo distinto. Fue un espejismo. Sólo eso.

      El 1-0, casi cuando se iba la etapa de apertura, le cayó justo al Real para plantear otro esquema en el complemento. Se solidificó aún más en defensa —con un muy buen trabajo de Iván Campo, uno de los grandes discutidos del equipo—, surgió a pleno la categoría de Fernando Redondo para cortar en el instante indicado y jugarla siempre al pie, siempre clara, siempre redonda (valga el juego de palabras), y se agazapó para asestar el golpe definitivo, letal. Para que la justicia quede absolutamente bien parada, el 2-0 fue por obra y gracia del mejor jugador de la final: el incansable McManaman. Otro error de la defensa del Valencia, esta vez fue un rechazo corto. El inglés la tomó de aire y la clavó —desde la medialuna— junto al palo izquierdo de Cañizares. A esa altura, 21 del complemento, apenas había que esperar la caída del telón. O algún nuevo gol del Real, como al fin de cuentas se dio. Y vaya gol: el talentoso Raúl inventó una corrida de más de setenta metros, en un contraataque impresionante, eludió al arquero enganchando con zurda y definió sabiamente con derecha, cruzado, con la frialdad y la eficacia de los goleadores de raza. Tres a cero. Una goleada que nadie esperaba.

      A las 22.33 de Saint Denis, en los suburbios de París, el italiano Stéfano Breschi infló los pulmones y pitó tres veces. La última pelota la jugó Redondo, sobre la izquierda, buscando a un compañero que no llegó a tocarla. El capitán del Madrid levantó los brazos, apretó los puños, y se quedó en el mismo lugar, festejando solo hasta que en unos segundos los suplentes lo sepultaron con decenas de abrazos. La contrapartida era el Piojo López, derrumbado en el suelo, llorando sin parar. Y el Kily González, quien tampoco logró gambetear las lágrimas. Y el dolor del Flaco Pellegrino. Y la mirada perdida de Cúper. Los argentinos de la final, entre la gloria y el drama.

      Llegó la vuelta olímpica. Y la Copa en alto, una vez más. Y la enorme fiesta madrileña, que se extendió por Champs Elysées. Y el alma del campeón, el alma del Real. Esa alma que no tiene el Valencia.


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