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      Receta mágica

      Sigue saboreando el éxito más trascendente en su carrera como entrenador: la clasificación del equipo argentino para los Juegos de Sydney. Y cuenta los secretos para llegar al final feliz.

      Redacción Clarín

      El hombre está cansado, pero feliz. Es el momento del goce después del éxito más importante en su carrera de entrenador: la clasificación para los Juegos Olímpicos, por cuarta vez en cinco ediciones, de la Selección argentina de voleibol. Se trata, claro, del logro de un equipo que conjugó buenos jugadores y mucho esfuerzo. Pero también es el triunfo de un entrenador que supo diagnosticar fallas y aplicar remedios certeros. Y con recetas propias. Carlos Getzelevich, perfil bajo, respeto por una línea, cuidadoso de los detalles, hombre de club y de voleibol, ya no remata ni bloquea, pero suyo también es el pasaporte a Sydney.

      "No termino de tomar conciencia de lo que hicimos. Un señor paró su auto en la mitad de la calle para felicitarme. ¿A mí?, me dije. Y el diariero no me quiso cobrar una revista. A lo mejor la gente entendió el sacrificio que hicimos", dice algo avergonzado. E intenta buscarle un comienzo a esta historia de final feliz: "Me di cuenta de que se podía viendo trabajar al grupo. Cuando fue el sorteo y nos tocó una zona sin tener que ir a Francia ni a Grecia, me entusiasmé un poco más. Pero la confianza me la fueron transmitiendo los jugadores en estos cinco meses".

      Getzelevich es un producto genuino de una conjunción que ya no abunda: formado en la escuela de Ferro, aprendió al mismo tiempo a querer al club y al voleibol en una época en la que las instituciones cumplían un rol social ajeno a privatizaciones y gerenciamientos. Antonino Conti, Julio Velasco, Chiche Lozano, Manzana Roitman, el coreano Sohn son nombres que el técnico enumera como referentes de un proceso que, reconoce, guarda similitudes con los dos que desembocaron en el bronce del Mundial 82 y Seúl 88, primero, y en el oro de los Panamericanos 95 después, ya con Daniel Castellani al frente. "Aprendimos a querer a un club, a esforzarnos, a ser deportistas y hombres. En el 82 no cobrábamos, nos entrenábamos en silencio, nos comimos palizas y prácticas durísimas. Pero la recompensa llegó. Mucho de eso se repite con este grupo", asegura.

      Fue una hernia de disco, en el 87, la que convirtió al Getzelevich jugador —el de Scholem, Ferro, el Catania italiano, la Selección— en Getzelevich técnico. "Empecé en las inferiores de Ferro, en mini e infantiles. Y seguí en el exterior. En el 89 se me presentó la disyuntiva: entrenar un equipo femenino de Italia o empezar con la Selección. En el 90 dirigí a los juveniles, y en el 91 me llevó a trabajar Sohn. Fui su ayudante hasta el 92. Luego me largué solo, trabajé con Castellani desde el 96 y acá estoy", resume. Más de la mitad de su vida dedicada a un deporte que no le devolvió poco, y que lo volverá a poner, por segunda vez, en un Juego Olímpico. "Gracias a Castellani, que me llevó a Atlanta 96 como asistente, dejé atrás esa asignatura pendiente. Me perdí los de Los Angeles porque me retiré de la Selección un poco antes. Y para Seúl aún me faltaba como técnico. Por eso también éste es un sueño cumplido. Nada se compara a un Juego Olímpico".

      ¿Cuáles fueron las recetas eficaces de Getzelevich para que Milinkovic volviera a rematar con violencia en lugar de patear bancos de suplentes con bronca? ¿Qué cambió para que Argentina comenzara a revertir esa imagen de equipo siempre al borde del éxito pocas veces concretado? "Hacía falta un cambio de mentalidad. Había demasiado barullo alrededor. Necesitábamos trabajar, seguir entrenando duro y recuperar la mística. Mi fórmula es la del equilibrio. El técnico es como un cocinero: debe saber combinar los ingredientes y hacerlos intervenir en su medida".

      Lo que Getzelevich no cuenta es que el grupo se fue consolidando, también, con actitudes. Una colecta para un jugador que acababa de ser padre y arrastraba los mismos problemas del resto por el atraso en los pagos. Un oído atento para otro con problemas familiares. Un consejo justo. El técnico empezaba a devolver con hechos lo que había heredado.

      Y llegaron los primeros desafíos. Los Panamericanos para terminar de conformar el plantel. El Sudamericano de setiembre. Y la Copa del Mundo de Japón, siempre en el 99: "Fuimos novenos y quedamos en deuda. Nos debíamos algo para cerrar esa etapa. Seguía faltando concentración, nos relajábamos en los momentos difíciles". Y el Preolímpico de Brasil, en enero: "Aunque perdimos, fue uno de los dos mejores partidos que jugamos. Ya se veía un cambio de actitud". Y la Liga Mundial: "Les ganamos a Italia y a Yugoslavia, en el otro gran partido de este ciclo. Eso nos ratificó que íbamos bien".

      Y al fin, el Preolímpico de Matosinhos. "Se había mejorado en saque y bloqueo; también en concentración, en actitud. Sólo era cuestión de encarar uno a uno los tres partidos y ganarlos". Ante Japón, en la labor más sólida, la Selección mostró sus progresos, ratificados ante Venezuela y evidenciados al final con Portugal, pese a alguna desconcentración que provocó su único enojo: "Estaban más pendientes de los árbitros que de jugar. Pero solos se dieron cuenta de que el negocio nuestro era jugar al vóley. En eso éramos los mejores".

      ¿Dónde está parada Argentina ahora?, se le pregunta. "No somos de los tres mejores del mundo, pero estamos entre los 7 u 8. El voleibol se equilibró mucho, y siento que este equipo no llegó a su techo. No todos tienen jugadores como Milinkovic, Weber, Conte, Pereira. Si nos dejaran armar con ellos cuatro un trabajo diferenciado antes de los Juegos llegaríamos a Sydney con mayores ilusiones", contesta. ¿Ilusiones en Sydney? "¿Por qué no? Los Juegos son una gran motivación, más para el vóley, que tiene la chance de tapar un poco la baja performance de los deportes de equipo en la Argentina. Hay que ver cómo se arman las zonas: si quedamos entre los ocho primeros, todo puede pasar".

      Sueña Carlos Getzelevich. Con la concreción de un proyecto con los juveniles. Con los Juegos Olímpicos. Con una Selección a la que ya le imprimió su sello. Sueña junto a su esposa, Verónica, mientras ve crecer a Sofía, su hija de dos meses. Es un hombre cansado, pero feliz.


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