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      Jesse Owens

      En la Alemania de Hitler, en 1936, un hombre marcó para siempre la historia olímpica. Fue un atleta negro que nadie podrá olvidar.

      Redacción Clarín

      El mundo está mudo. Mudo y también quieto. Nada de nada se mueve y nada de nada se escucha en Berlín, Alemania, cuando James Cleveland Owens entierra los ojos en el horizonte y decide que es momento de salir a correr. ¿Qué lo empuja?, ¿qué lo lleva?, ¿qué siente ahora, al borde de su último intento en la prueba de salto en largo, a un paso de ganar otra medalla de oro, a nada de estamparse en el corazón de la historia del deporte? Es el 4 de agosto de 1936 y sucede lo que casi nunca pasa: un hombre está deteniendo hasta al tiempo. Owens palpita, listo para vencer a todo, inclusive a los malos olores del nazismo circundante. Vibra, tiembla, suda y, finalmente, anda. Corre Owens, corre. Y después salta un salto de campeón.

      Negro, terso, flaco, Owens vuela como si el aire y él fueran la misma cosa. Parece que flotara, que no tuviera peso, que no llevara nada dentro. No es cierto. Lo único leve en Owens, un estadounidense de 22 años, es su cuerpo en movimiento. Todo lo demás pesa: la memoria de los ancestros que llegaron como esclavos hasta América, la infancia de pobrezas en los campos algodoneros de Alabama, el recuerdo de una maestra que lo rebautizó "Jesse", los ojos de un amor llamado Ruth, los siete dólares y medio con los que llegó hasta Berlín. Pero lo que más pesa es su voluntad de victoria. A caballo del viento, alargando su salto, Owens quiere ganar.

      En las tribunas del estadio olímpico hay gente con las tripas revueltas. Son nazis. Nazis en los Juegos de los nazis. Berlín es un escenario montado por Adolfo Hitler para regodearse en la expansión de su pretendido esplendor. Pero en ese escenario surge Owens, que es negro y genial: casi un golpe en la cara del régimen.

      Contra lo que se supone, Owens recibe el aliento de un alemán. Se trata de Lutz Long, también saltador, también aspirante al oro. Long es rubio, esculpido casi a la medida del paradigma imbécil de la superioridad aria. Pero, antes que eso, es un individuo digno. Y aunque un legítimo deseo de ganar le cosquillea el cuerpo, apoya a Owens casi como un compañero.

      El vínculo entre Owens y Long reivindica la condición humana inclusive en ese marco de espantos. Una pequeña historia lo certifica: dos errores dejaron a Owens al borde de la eliminación en la serie clasificatoria. Para su última oportunidad, recibió una ayuda mayor. Fue Long. El alemán se acercó y con su buzo le marcó el punto exacto donde debía hacer el pique antes de saltar. Owens le hizo caso, saltó lo justo y llegó a la gran final. es en el final de la gran final cuando Owens termina. No necesita volar más. El recorrido de su viaje se cierra ocho metros y seis centímetros adelante de donde partió. Es un salto extraordinario. Marca un récord olímpico que no batirá nadie en los siguientes veinticuatro años. Owens obtiene la medalla de oro en unos Juegos donde sumará un total de cuatro. Long es subcampeón y tiene un gesto que impacta: le pide al público que aplauda a Owens. Hitler se atrapa los bigotes y reparte seriedades en el palco. Quién sabe qué náusea lo atraviesa. Acaba de padecer el salto más largo de Berlín. Detesta a ese hombre negro que tiene el hábito maldito de vencer. Y parte rápido de ese lugar ingrato. Ese día no quiere mirar nada más.

      Owens está en el centro del podio. Después, vendrán décadas donde el planeta se enterará mil veces de su pasado de vendedor de diarios, su azaroso ingreso al atletismo, sus marcas. Vendrán décadas también donde construirá una marcha oscilante, frecuentemente a distancia del dinero, con oficios locos como competir contra caballos de carrera. Vendrá la muerte, en 1980, por un cáncer de pulmón, el resultado fatal de lustros de cigarrillos.

      Vendrá todo lo que deba venir. Señor de las hazañas, el más campeón de los olímpicos puede con todo: con la resistencia del aire, con las zancadillas de la vida, con la lógica, y también con Hitler. Tanto puede que cada vez que se escriba la historia del deporte habrá que empezar por un nombre clave. Habrá que decir Owens.


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