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      La píldora que encendió la revolución femenina

      Hace hoy 40 años salía a la venta la primera píldora anticonceptiva, que modificó de manera radical y positiva la relación entre hombres y mujeres

      Redacción Clarín
      18/08/2000 00:00

      Una manera de construir la historia es la de establecer fechas y cronologías de manera tal de poder dar un sentido de continuidad o ruptura a hechos que tal vez, en su momento, no suscitaron la atención necesaria y que luego se revelaron como importantes agentes de cambio.

      Seguramente ninguno de los actores que participaron de la toma de la Bastilla pudo suponer que estaba poniendo un jalón trascendental en la historia de la humanidad, pero desde entonces, 14 de julio y Revolución Francesa son sinónimos.

      En el siglo XX también han existido auténticas revoluciones, algunas del dominio público y otras que aún merecen su reconocimiento.

      Un día como hoy hace 40 años, el 18 de agosto de 1960, fue una de estas últimas. ¿Qué ocurrió? La empresa estadounidense G.D. Searle Drug sacó al mercado la primera píldora anticonceptiva femenina llamada Enovid, que había sido sintetizada en 1951 por el químico Carl Djerassi.

      Si bien a la década de los sesenta se la recuerda generalmente como la época de la "revolución sexual", sería más apropiado llamarla revolución sexual femenina porque de eso se trató en última instancia. Fue la mujer la que experimentó un cambio radical en relación con su cuerpo y con la finalidad y destino de sus relaciones interpersonales mediatizadas a través de su genitalidad.

      Esta píldora no debería ser vista solamente como un medio para evitar el embarazo, porque de esa manera podría caer bajo el anatema de aquellas organizaciones sociales que, según sus creencias, se oponen a esta práctica. Verla exclusivamente desde esta perspectiva es un error reduccionista que deja de lado su auténtico valor: el de haber sido una herramienta de liberación, independencia y afirmación.

      Hasta ese momento la mujer —por su adscripción al género, por su ubicación social dentro de culturas tradicionalmente paternalistas, por una presunta debilidad física frente a otros más fuertes que no dudaban en decretar el encierro y la mutilación para demostrar su dominio y ejercer el poder— funcionaba como una pertenencia del hombre. Hasta no hace muchos años, cuando una mujer llegaba al matrimonio, el juez civil le recordaba, entre otras cosas, que "debía seguir al marido donde éste quisiese establecer su domicilio". La marca de pertenencia al hombre estaba escrita con sangre. No de otra manera debe leerse la sábana manchada con sangre que en algunos grupos sociales debía exhibirse al día siguiente de la boda.

      De objeto a sujeto

      Todo esto contribuyó a que en su relación con el hombre, y especialmente en el terreno de sus relaciones íntimas, profundas, carnales, la mujer se sintiera simplemente como un objeto sexual de un otro dominante y sin ninguna participación activa en el acto.

      Recuerdo aún hoy la tremenda impresión que recibí en los comienzos de mi trabajo en el campo gerontológico, allá por 1970, cuando al interrogar a las señoras viejas sobre el ejercicio de su sexualidad la respuesta tipo que recibía era "¡Ah no, doctor, por suerte ya no más!". Lamentablemente después esto se corroboró con estadísticas del mundo occidental que mostraron que bastante más del 50% de las mujeres interrumpen su vida sexual cuando el marido se vuelve impotente, se enferma gravemente o muere. No disponemos de estadísticas confiables del mundo oriental, pero los investigadores consideran que las cifras deben ser considerablemente más altas.

      ¿Qué significa esta monstruosidad? ¿Qué puede llevar a alguien a que renuncie voluntariamente a una función biopsicosocial tan importante como es la genitalidad? ¿Que pensaríamos si al interrogar a alguien sobre su apetito nos respondiera "Ah, no, doctor, por suerte ya no tengo más apetito"? La conclusión que sacaríamos es que para ese sujeto es preferible no tener más hambre que padecer el sufrimiento anterior de no tener nada para comer. Algo parecido les pasaba a aquellas mujeres. Preferían sepultar sus deseos actuales por el recuerdo doloroso de haber tenido que atar sus deseos pasados a los deseos del otro.

      Pero a partir del 18 de agosto de 1960 las cosas cambiaron radicalmente. Desde entonces, la mujer pudo adueñarse de sus deseos y pasar a decidir cuándo, cómo y con quién relacionarse sin tener que dar cuenta de ello a nadie.

      A partir de ese momento, la mujer tuvo la posibilidad de dejar de ser objeto en una relación para pasar a ser un sujeto de ésta, activo y participante. Esta ruptura con un pasado opresivo e ignominioso merece que la fecha sea recordada como un hito revolucionario de nuestro siglo.


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