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      Hasta Atenas 2004

      Una extraordinaria fiesta de luces y colores cerró unos Juegos inolvidables. Hubo rock, desfiles y fuegos artificiales. Sydney es recuerdo: la llama olímpica volverá a arder en la capital griega.

      Redacción Clarín
      02/10/2000 00:00

      Sydney arde en fuegos, y en bombas, y en gente que se despide, y en una noche larga en la que nadie pretende dormir. No hay guerra en Sydney sino todo lo contrario, una sensación mansa que se parece a mil cosas, en especial a la paz. Los Juegos Olímpicos fugan, se extinguen, se incorporan al pasado, como para corroborar, quizás, que son comparables con nada pero les cabe lo que a las demás cosas: alguna vez se terminan.

      En el puente de Harbour, esa maravilla, miles de australianos ven cómo su fiesta tiene final. Hay aplausos y hay gritos y hay ojos de asombro cuando el cielo se traga los destellos que produce una pirotecnia de cualquier color. Todo está a la vista en una pantalla gigante, incluida, a su vez, en una reunión gigante, la ceremonia de clausura de los Juegos del 2000. En el estadio Australia, donde se hace esa reunión, también hay miles que miran con una mirada distinta, esa que surge cuando está la certeza de que lo que aparece enfrente jamás volverá.

      Sydney es fiesta de luces y luces, de brillos y celestes, de gente a montones que hace clara la noche con sus linternas mínimas y sus ganas de cantar. Deportistas de a cientos andan sobre un césped que hasta un día antes albergó al atletismo del mundo y que desde un día después no hará más que extrañar.

      Está Ian Thorpe, fenómeno del agua, que agita la bandera de Australia con el aire indefenso que exhibe cuando no sale a nadar. Está Konstantinos Kenteris, más griego que Grecia con la bandera de ese país, riendo la sonrisa larga que se le quedó prendida desde que hasta él mismo se quedó absorto al advertir que era campeón de la carrera de 200 metros. Está Milton Wynants, el ciclista flaquito que pedaleó tanto y tanto que hasta reinstaló al Uruguay en el medallero olímpico. Está Karina Masotta, abanderada argentina, subcampeona como su hockey sobre césped, en su acto final como gran deportista en los Juegos.

      La nostalgia flota en Sydney, pero la celebración de cierre no le da oportunidad. "Es como un baile pero con una multitud", apunta en la tribuna un cronista europeo. Y así es, con músicos de rock que se suceden, poniendo el vértigo del sonido en donde estuvo el vértigo del deporte. Suena Paul Young, suena INXS, suena todo y contagia en el estadio Australia, mientras una escenografía se arma y otra se desarma, marchan mascotas, y atletas que ni se vieron ni se volverán a ver bailan su despedida en una extraña comunión.

      En el medio, el olimpismo habilita sus prácticas, sus ritos religiosos, a través de los que la posta de Sydney se traslada hasta Atenas. Mujeres jovencitas se apropian de la escena y danzan y actúan como si estuvieran en la Grecia antigua, cuna de la idea olímpica, para representar una entrega que, curiosamente, viaja hacia la Grecia nueva. En algunos sillones del enorme estadio se acomodan satisfechos los viejos burócratas del Comité Olímpico Internacional, escaldados por acusaciones escandalosas, y autoamnistiados porque en los días de Sydney más de un aspecto bordeó la perfección.

      Australia se ofrece en forma de desfile. Muestra al gran golfista Greg Norman y al gran cuerpo de Elle Mac Pherson, a la gran fama de los muñecos de Bananas en Pijama y al gran humor de Cocodrilo Dundee, a la gran transgresión del grupo de transformistas Drag Queens y al gran despliegue de otras cosas grandes. Lo único que no es grande es Nikki Webster, la chiquita que se hizo famosa como protagonista de la ceremonia de apertura, y que, no podría ser de otra manera, en el cierre vuelve a cantar.

      Justo cuando Nikki deja de cantar, pasa el símbolo más fuerte. Un ruido de motor de avión truena en los oídos y, en un flash, en un pestañeo, en nada, la inmensa llama olímpica se apaga. La fiesta sigue un rato, pero los Juegos, tan Olímpicos un momento antes, se van. Como los gritos y los goles, las carreras y las brazadas, los puntos y las fuerzas, los triunfos, las derrotas, las majestuosidades, las miserias y también las medallas. Todo se va, como un encanto, y queda la vida que, mágica y misteriosa, simplemente continúa.


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