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      El alma de la hinchada

      La Bombonera se trasladó a 20 mil kilómetros de distancia. Cerca de 10 mil hinchas le pusieron pasión al partido mientras los japoneses miraban incrédulos. Las emociones y los personajes.

      Redacción Clarín

      Nunca se puede contar bien una emoción. Porque empieza apretando en el pecho y se ahoga en la garganta. No se puede. Y menos desde tan lejos, en un lugar tan ajeno. No se puede explicar que la Bombonera se haya trasladado al estadio Nacional de Tokio. Porque se mudó. ¿Cuantos eran los vestidos de azul y amarillo, esos que trajeron el orgullo del hincha para poner a prueba la fidelidad más extrema, esos locos que —de puros soberbios— quisieron demostrar que no solo tenían la primacía en la Argentina sino en todo el mundo? ¿Siete mil? ¿Ocho mil? ¿Diez mil? En realidad eran 10 millones. Si el estadio entero estaba sembrado de banderas. Eran ellos, sus gritos, y las almas ansiosas de todos los otros que quedaron en la tierra lejana.

      Por eso miraban con asombro los circunspectos japoneses. No podían entender que gente grande llorara y se abrazara hasta el dolor por un triunfo en un partido de fútbol. No podían entender que esa gente proviniera de un país económicamente en llamas ubicado a más de 20 mil kilómetros, del otro lado del planeta.

      ¿Serían todos ricos? No. Son hinchas de Boca. Y ellos creen que eso es una religión. Y la profesan a cualquier costo. Donde sea. Y aquí dicen que ahora son campeones mundiales, por segunda vez.

      En realidad nada podían comprender esos japoneses sorprendidos. No podían saber que ese rubio grandote, el de los dos goles en los minutos iniciales, ese que parecía Loco, escupía su desahogo por el padecimiento que le había tocado vivir durante seis meses tremendos tras una difícil operación de ligamentos de su rodilla derecha. No podían saber que —como en una película rosa— había vuelto a jugar, todavía maltrecho, justamente contra River, el rival acérrimo, apenas los suficientes minutos para marcarle un gol y colaborar en la clasificación que derivó en el título de América, el paso previo a esta consagración. Y que por eso le gritaban "Pa-ler—mo...Pa—ler—mo"

      ¿Cómo podían saber que ese morochito espigado y cadencioso, ese que acariciaba la pelota, que amagaba, que intentaba un caño (voz argentina para identificar la habilidad de hacer pasar la pelota entre las piernas de un rival), que siempre le daba el balón al compañero libre, era el jugador más talentoso de la Argentina, que apenas tiene 22 años, que salió de la pobreza más dura, que se llama Juan Román Riquelme y que quizás ahora alguien en Europa se de cuenta que un gran jugador juega así. Y que hacen falta muchos Riquelmes para recuperar el misterio perdido de ese juego mágico llamado fútbol?

      No sabían los japoneses que aquel flaco con estampa de veterano de 37 años, José Basualdo, ya con un pie en el retiro, mañoso y experto, que fue pieza clave en la victoria del Morumbí ante Palmeiras, en la final de la Libertadores, había vuelto en este partido, cuando nadie lo tenía, para cumplir con su rol de apaciguador. Aunque deberían conocerlo. Porque ya había sido campeón mundial, aquí, con Vélez, en 1994. ¿Y el Pelado? Ese que ahora levanta la Copa, entre tímido y pícaro, al que le gritan "que de la mano de Carlos Bianchi" ¿Cómo pueden saber que consiguió secretamente el número del celular de Dios, para ganar todo lo que juega? Pero también que él colabora con su sagacidad de técnico pragmático y astuto. Al punto que este también es su segundo título mundial, y con dos equipos distintos.

      Ellos, los japoneses, que estaban del lado del Real Madrid, vaya a saberse por qué, porque no necesariamente deben conocer el estigma de poco-queridos que nos acompaña por el mundo, no debían tener idea que también un 28 de noviembre (de 1978) ese mismo Boca —con otros nombres, claro— le ganaba al Deportivo Cali en la Bombonera y lograba su segunda Copa Libertadores. Que la gloria es larga.

      Ahora ya es noche cerrada en Tokio. Los boquenses extienden su euforia con bombos, banderas, ronqueras y cansancios por las calles vacías. Los japoneses duermen temprano. Tienen cosas serias para hacer durante el día, según parece. No pueden ni sospechar que por el otro lado del mundo la fiesta que ellos vieron, sin otra emoción que la del testimonio, ya explotó en un Obelisco, rodeado de pasiones encendidas, sacudió a un país entristecido y por un largo rato lo pobló de alegrías y de envidias, de chicanas y recelos. Le dio la vida que suele dar el fútbol. Ni bien ni mal. Es lo que tenemos. Se le agradece a Boca esta emoción que ofreció. Que no se explica. Y que por eso vale tanto.


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